Esta historia tuvo lugar en Edimburgo (Escocia) en la mitad del siglo XIX, cuando la pésima economía de Gran Bretaña ahogaba a Jonh Grey (Jock), un humilde jardinero y policía junto con su familia adoptaron a un perrito.
Era un skye terrier (raza canina originaria de la isla de Skye, de reconocida lealtad y carácter extrovertido). Lo llamaron Bobby. Inseparable de Jock donde iba el hombre, cual una sombra peregrina lo seguía. La afinidad definió al dúo: uno sin el otro no podían vivir. Jornada tras jornada Bobby acompañó a John en su labor policial, participando de las patrullas como un agente más. La tierna amistad atrajo la simpatía de todos. Bobby obtuvo el reconocimiento de los otros policías, siendo querido y respetado cual un camarada integrado en el cuerpo.
El sargento Scott -gran amigo de John Grey, y que cumplía servicio en el castillo-, trabó una buena amistad con Bobby, y acostumbraba llevarse el perro a su lugar de trabajo. El can se ganó el cariño de los uniformados allí emplazados. El sargento Scott, encargábase de los disparos del cañón de la señal horaria, Y Bobby, aprovechando el descanso de Jock, iba a diario a la colina a presenciar la salva de las trece horas. Ergo los cañonazos, y cuando su estómago requería el almuerzo, regresaba a la casa.
La amistad de Jock y Bobby fue de corto recorrido Jock padecía de tuberculosis El mal le provocaba dolorosos arrebatos de tos y le entorpecía la movilidad. Sólo Bobby era conocedor de tal desgracia. Cada vez que a Jock lo atacaba la tos, veía que el rostro se le transformaba, como si la falta de aire se lo pintara color rubí. El sufrimiento del amigo abrumaba al perrito, que, con mirada de comprensión y meneando la cola, pegábase a las piernas de Jock, a ocultar en los bajos del pantalón su infinita tristeza. La tuberculosis lo convirtió en difunto el 15 de febrero de 1858 Por expreso pedido de los compañeros de John, los deudos accedieron a enterrarlo exactamente a las trece horas. El sargento Scott, con el ánimo tiritando en un sollozo, disparó el cañón despidiendo al amigo. Fue el único homenaje que recibió John Grey en su concluyente partida. Lo enterraron en el pequeño cementerio cercano a la iglesia de Greyfriars (Iglesia Presbiteriana).
Sin lógica que apuntalara el entendimiento, Bobby se ocultó entre las sepulturas y ahí se quedó. Las horas pasaron palpitando en la inmovilidad del sitio. Al oscurecer, con la dicha recluida en el recuerdo y el silencio fustigando su fragilidad, se echó sobre la tumba del amigo. El plomo del pesar lo abatía. Era invierno. El cielo soltaba lágrimas de nieve en la noche aterida, y esculpía la superficie con algodones congelados. El perrillo amoldó al suelo su insonora presencia, y su mirada recorrió las tinieblas como esperanza sin destino. El césped encharcado, las lápidas en pie, y la arboleda sobrecogedora, escoltaban su honda desolación. Se durmió.
James Brown, el anciano jardinero de la iglesia y también cuidador del cementerio, a la mañana siguiente halló al perro durmiendo arriba del sepulcro. La escena le cortó la respiración. Su vista cansada se anegó ante tamaña demostración de amor. Bobby abrió los ojos. La humedad agazapada en el aire convirtió su despertar en gélido desperezo. Sólo los latidos de su corazón musitando el recorrido de la sangre, componían la savia de su aliento.
El viejo James, aunque perforado por la pena, obedeció las ordenanzas (por anuencia general hallábase prohibido el acceso de perros a la necrópolis) y lo espantó. Bobby permaneció rondando por las cercanías. Cuando se hizo la noche, regresó. Al despuntar de la subsecuente jornada, la figura del animalito acostado encima de la fosa, se estampó delante del sorprendido mirar del señor Brown. Día tras día se fue repitiendo la escena, derivando en una suerte de ritual; James Brown lo expulsaba y con la oscuridad Bobby volvía. Se acomodaba sobre el túmulo, y en el gélido regazo del ambiente se dormía. La baja temperatura lo castigaba con su inclemencia, pero él resistía el álgido ataque; entibiando la tumba y pidiéndole piedad al acoso invernal. Al alumbrar el otro día, James Brown se acongojaba delante del tembloroso ovillo de pelo acurrucado en la fosa, como si desafiando al frío le pasara su calor al cadáver del amigo.
La familia de John Grey venía a por él. Incluso, el sargento Scott intentó adoptarlo. Pero todo cuajaba en intento inútil; el perrillo huía a la necrópolis y se instalaba en el amplexo de la sepultura. Asimismo hubo vecinos residentes en las proximidades, que por las noches lo llevaban a sus casas. Más, el perrito se sentía preso y aullaba lastimosamente, hasta que le permitían volver al inolvidable Jock.
En 1867, a raíz del aumento de perros abandonados, a veces portadores de rabia (mortal por entonces para los humanos), los gobernantes de Edimburgo endurecieron la normativa, decretando la obligatoriedad de matricular a todos los canes de la ciudad. Y los que no estuvieran registrados los ejecutarían de inmediato. La flamante exigencia complicó la vida de Bobby, pues, luego del fallecimiento de John Grey era un perro vagabundo. Todos lo amaban, pero nadie se había hecho cargo de él ni pagaba su licencia. Y ese status conducía a la muerte. ¡La parca le pisaba los talones y él no lo sabía! ¿Qué hacer? Sólo su instinto de conservación podía salvarlo.
Felizmente la fortuna le arrimó una mano amiga; el Lord Provost de Edimburgo, sir William Chambres, al enterarse de la peligrosa situación pagó la licencia que lo amparaba bajo el manto legal. Le puso un collar con una placa en la que se leía: "Greyfriars Bobby from the Lord Provost, 1867-Licensed". Licencia que renovó cada año.
Bobby salió doblemente favorecido, ya que Sir Chambers, apoyado en el amor de la gente hacia el perrito, venció la reticencia de los religiosos de la iglesia de Greyfriars, y ordenó construir una caseta junto a la tumba de John Grey, a fin de que el can se refugiara de las temperaturas más inclementes.
El tiempo continuó enhebrando calores y fríos, brisas, vientos y nevadas, sin importarle la suerte del animalito que acompañaba al amigo ausente .El rudo invierno de 1872, cuando el calendario marcaba el amanecer del 14 de enero, desde la tenebrosidad vino la muerte taladrando resistencias empañadas, y al desplomarse sobre Bobby, cubrió de inmovilidad su destino de arcilla. Los pequeños párpados claudicaron ante la carga de la quietud. Sus ojos ya nunca más verían los navajazos del rayo, ni la arboleda devorada por la niebla, ni las lápidas estremecidas por el viento rabioso. ¡Bobby había muerto! La mano cruel de la parca se lo llevó mientras dormía. Las lágrimas, al inundar el despertar de Edimburgo, estrujaron gargantas y destrozó corazones. ¡Bobby has died! ¡Bobby has died! -gritaban las voces enmudecidas. El amado perrito ya era pasajero de un tiempo interminable.
Su adiós le puso colofón a catorce años de firme compañía. Catorce años consumidos con el fervor de la lealtad, sin ceder nunca a los llamados del bienestar de una casa, ni a las caricias de otra gente. Catorce años con una única imagen engarzada a su memoria; Joch, el amigo del alma.
El pueblo, por unánime consenso, resolvió que fuera enterrado en el cementerio de Greyfriars, a pocos pasos de la sepultura de John Grey. La baronesa Ángela Georgina Burdett-Coutts, para que la gesta del perrito no naufragara en el olvido, le pidió al artista William Brody una escultura de bronce. El 15 de noviembre de 1873 se inauguró el monumento casi a escondidas, ya que no hubo ninguna ceremonia. Lo emplazaron en la cuesta de Candlemakers. A escasa distancia de la entrada principal del cementerio, y enfrente del Café Traills (que todavía existe bajo el nombre de Bobby's Bar). El plato y el collar de Bobby se conservan en Hunt Hose Museum (un museo dedicado a la historia de Edimburgo).
De él se escribieron muchos libros. Se filmaron numerosas películas, y su vida traspasó fronteras, viajando de boca en boca, en revistas, sellos de correo y tarjetas postales.
En la actualidad rivaliza en fama con el Castillo de Edimburgo. Ningún turista que visite la ciudad deja de fotografiarse con la escultura de Greyfriars Bobby.Pero quizás, la mayor recompensa está reflejada en un hecho; el pueblo británico a todos los policías los llama Bobby, en honor al inolvidable perrito. No obstante, después de los 137 años transcurridos desde su desaparición, aún flota en la atmósfera de Edimburgo una pregunta: Bobby, ¿Fue un mártir de la lealtad?
"Si no se te parte el corazón al saber lo que le están haciendo al mundo que amamos, siento lástima por ti, quizás ya no estés vivo. Pero si la muerte del planeta que amamos te hace llorar, entonces coge esas lágrimas y conviértelas en acción". Rod Coronado
Sitio de Bobby Greyfriars
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